La primera vez que vi Blade Runner (con Terminator también me pasó) me quedé fascinado por la forma en la convivía la tecnología con los escenarios apocalípticos de la película – distopía, es su nombre correcto -. En un mundo tan hecho polvo me sorprendía ver cómo aún podían sobrevivir esos cacharros tecnológicos, llenos de polvo, mugre y arañazos.
En el fondo, me gusta ser testigo de ese envejecimiento tecnológico, los desgastes, los arañazos, o los golpes son cicatrices que cuentan la historia individual del gadget, cómo se han criado contigo. Suelo conservar un buen puñado de ellos, con sus correspondientes heridas de guerra pero aún funcionando, desde Nintendos a viejos Nokias o ratones “de época” y me gusta contemplarlos y pensar en ese período en el que estuvieron funcionando conmigo. Una suerte de Wabi Sabi tecnológico, como el atractivo que tiene la madera o los coches cuando envejecen.
Pero, a pesar de que los gadgets no nos duran más de dos años seguimos obsesionados con protegerlos y cuidarlos al máximo: antiarañazos, antigolpes, fundas… La culpa la tiene, sin duda, el desorbitado precio de estos aparatos, aunque hay quien prefiere arriesgarse y dejarlos tal y como vienen de fábrica, y que el propio paso del tiempo les vaya dando su propia personalidad.
Me sorprende la reacción de la gente cuando vuelve a tocar aparatos que no tienen más de 4 ó 5 años. Los vemos como objetos del pasado y los tocamos con cierta melancolía, pensando que tienen más años de los que realmente acumulan. Nuestra memoria a medio plazo con respecto a los objetos tecnológicos es asombrosa. Aún nos asombramos cuando nos cuentan que el iPad sólo tiene 4 años de vida.